Cuando se acerca el buen tiempo aparecen nuevas formas de alimentarse con el objetivo de perder peso rápidamente. Algunas son inocuas, otras son peligrosas. Pero ninguna tiene una base científica rigurosa. La alimentación pertenece al ámbito de la ciencia, donde estos conceptos no tienen lugar. El rigor científico debe analizar cada dieta hasta valorarla como “válida” o descartarla como “falsa” o incluso “peligrosa”. 

Todos los alimentos pueden engordar

En la historia del estudio científico de la alimentación, fue importante el concepto de “las calorías”, llegando a conocer las calorías o energía que consume un cuerpo humano y las calorías que aportan los alimentos. Una primera conclusión a la que se llegó fue la de aportar menos calorías que las que se gastan a diario para recurrir a la grasa acumulada que supliría la deficiencia de calorías de la dieta. De aquí surgieron todas estas dietas bajas en calorías, muchas de ellas basadas en alimentos de bajo poder calórico por cada cien gramos y descartando muchos otros, olvidando que una ración normal de unos puede ser de varios cientos de gramos y de otros no sobrepasar los 30 o 40 gramos. 

Las calorías no utilizadas para vivir y movernos se convierten en nuestro organismo en kilos, grasa corporal, tanto si proceden de un exceso de glúcidos como de grasa. El conflicto se centra en la cantidad que comamos de cada producto. No se trata de consumir unos alimentos y suprimir otros según cuantas calorías aportan por cada 100 gramos, no debe caerse en la trampa de las tablas de calorías. Calcular y valorar los alimentos por sus calorías ha inducido a pautas de nutrición incorrectas y perjudiciales para la salud. Una de ellas es la costumbre de cenar sólo a base de frutas o de huir del consumo de frutos secos y legumbres entre otros alimentos.

Otro planteamiento de las dietas de adelgazamiento es saber si engordan más las grasas o los azúcares. Ya en 1864 el Dr. W.Bantig escribió que el mayor responsable del aumento de peso son los azúcares. Desde entonces unas dietas han declarado enemigo del organismo a los alimentos ricos en féculas. Es cierto que la toma de alimentos feculentos comporta la segregación pancreática de la hormona insulina, la cual tiene como efecto no sólo bajar el nivel en sangre de glucosa, sino que además engendra la producción de grasas de reserva.

Así se ha llegado a denunciar a la glucosa como un tóxico peligroso cuando en realidad es el principal substrato energético para todas las células de nuestro organismo y especialmente para el cerebro. No puede prescindirse totalmente de ella sino es a costa de mermar las aptitudes cerebrales. Falta capacidad intelectual y envejecen las neuronas sin el aporte de su vital glucosa. Lo curioso de estas teorías es que suponen que las grasas de la dieta no aportan una energía que deba tenerse en cuenta si no actúa la insulina.